Las lluvias de Silvio Rodríguez


29 de Abril del 2019

Por: Raúl Escalona Abella, estudiante de tercer año de Periodismo.
Fotos: Iván Soca


Llegué tarde y ya estaba lloviendo. Eran gotas finas –un chinchín diría mi madre– de las que caen casi puestas en el rostro. La alquimia del polvo y el agua intrusa iba formando en el suelo el mítico fanguero que iba a recordar cada uno de nosotros al día siguiente observando los zapatos, pero nada de eso importaba: ya se escuchaba a Silvio.

Desde el día anterior los técnicos colocaban la maquinaria de asedio. Vallas para la vía, un aparatoso escenario, grandes bocinas, luces y una caseta de control semejaban las torres de madera, arietes y artilugios fabulosos que en la Edad Media servían a lustrosos caballeros y miserables campesinos para derribar torres y reducir castillos al vasallaje; solo que esta vez los “banderizos” de Silvio no iban a luchar guerras santas, su sitio era cultural. Al caer el sol del jueves 25 ya la Casa de Las Américas estaba sitiada.

La voz que escuché desde Línea hablaba del nacimiento de la libertad, de su alma clara, la buena fe, la verdad, los sueños, quedaban tres cuadras para llegarle a “Yo te quiero libre”. La lluvia arreciaba, las gotas eran más gordas. Yo llevaba la sombrilla en la mano cubriendo a dos muchachas, y veíamos a los que dudaron de la lluvia y que como gatos se iban. El viento, la sombrilla cancanea. Nos miramos. No hablamos, pero seguimos. Algo está claro. Es Silvio.

Aquel cielo cerrado solo podía ser anunciación de nefastos presagios. Nubes terribles, molestas, impulsadas por vientos tremebundos y cargadas de la arrogancia que imponen las lluvias del fin de los tiempos. Todo esto detrás del escenario donde llovía luz –porque la luz es como el agua como escribió peregrinamente García Márquez– donde no se perdía el ritmo a pesar de los truenos, ni la voz a pesar del agua que el aire de seguro llevaba hasta el cantautor.

Murmuran. “¿Se suspende? ¿Cuándo se suspende? Qué lástima de concierto”, escuchaba aquello y opinaba diferente: hubiera sido muy fácil si no hubiera llovido, y lo fácil aburre. “Raro no es que llueva, precisamente raro es que no llueva”, dice Silvio mientras presenta el leitmotiv del lugar – sesenta años de la Casa de Las Américas (3ra. y G, Vedado)–, a los presentes –Leo Brouwer, Miguel Díaz-Canel–, al barrio que ha sufrido desde hace años las penetraciones del mar por el cercano malecón. “Lo siento por ustedes” y una vez más percibí lo ambigua que puede ser esta frase.

Luego navegó todo el tiempo, entre la humedad del aire, la naturaleza zigzagueante de nuestro clima y la intensidad sublime de “¿Quién fuera?” íbamos bramando todos –solo Silvio cantaba– los que bajo las sombrillas o sin ellas se aproximaban al escenario y no huían al resguardo de algún techo cercano.

“Esta canción se llama ‘Día de agua’”, dijo y todos entendimos lo irónico del momento. El agua caía levemente, pero luego sonaron los acordes, “A la ventana le han salido dientes, dientes de agua de lluvia en blanca red”, arrancó el trovador y en el instante previo al estribillo el ambiente cambió, los ritmos del viento se aceleraron y la lluvia cobró vida golpeando con furia la tierra, la piel, las sombrillas y apoyada por el aire tomó todas las direcciones posibles hasta colarse por debajo de capas y paraguas. “Agua, anabanabana”, cantaba; y el tenebroso telón de fondo –ya cerrado en la noche– respondía al llamado de la guitarra con toda el agua del mundo y la depositaba allí, retándonos, retándolo. Se oyeron los truenos, se mojaron las pupilas y creció el musgo en los zapatos de tela, pero nadie dio un paso.

Las obras claras y sensibles, no por ello frágiles, tienen todo el tiempo grandes espíritus que la rodean, por eso Silvio habló de Haydée Santamaría para presentar la última canción, porque la Casa fue fundada bajo la intensidad de Yeyé –como cariñosamente la conocían sus allegados–, porque el propio movimiento de la Nueva Trova es hijo de su amparo, de su cariño.

Siempre que se hace una historia

se habla de un viejo, de un niño de sí,

pero mi historia es difícil:

no voy a hablarles de un hombre común.

Haré la historia de un ser de otro mundo,

de un animal de galaxia.

Comenzaba “Canción del elegido”, dedicada a Abel Santamaría. Una vez más, ya empapados con las letras del poeta, cantamos, alzando los puños y llenándonos con el agua celeste que esa noche de frente frío llegaba hasta el rostro y bajaba desesperada por reiniciar su ciclo de vida otra vez.

Supo la historia de un golpe,

sintió en su cabeza cristales molidos

y comprendió que la guerra

era la paz del futuro:

lo más terrible se aprende enseguida

y lo hermoso nos cuesta la vida.

La última vez lo vi irse

entre humo y metralla,

contento y desnudo:

iba matando canallas

con su cañón de futuro.

Así cerraba, en medio de la épica de los que quedábamos, gritando frenéticos, temblando de frío y de emoción. Terminaba el concierto, o aparentemente eso parecía, hasta que surgió el clamor. No se sabrá jamás quien lo dijo el primero, pero lo cierto es que desde varios puntos empezó: “¡Otra, otra, otra!”, hasta que ya todos lo coreábamos. La lluvia seguía cayendo, y la otra lluvia, que parecía haberse detenido, se reanudó nuevamente.

“Ustedes son bravos”, atinó a decir Silvio antes de tomar asiento para cantar otra vez. Nosotros solo gritábamos.

Los primeros acordes siempre delatan “El necio”, es una canción que lleva el sello de la Revolución por todos lados, identificable con suma claridad. En ese punto ya el agua nos rebasaba, así que decidimos abandonar la sombrilla y cantar sin más reto la lluvia. Por un instante pensé que ese concierto evocaba un espíritu viejo, de épica romántica de los años iniciales, de analogía con el sacrificio donde nos quedábamos para escuchar bajo el aguacero más terrible de la tierra la banda sonora de la herejía, de la protesta, del reto al mundo y la advertencia a este de que no se acostumbre a ser así porque somos realistas y soñamos lo imposible.

Cuando el agua fue tan fuerte y frontal que casi cantaba con los ojos cerrados, y con los dedos arrugados me quitaba las melodías que se me almacenaban en la frente, pude entrever a un Silvio joven, un Silvio que le crecía el pelo y se le ennegrecía el bigote para echarse su guitarra al hombro y cantar hasta el cansancio: “¡Yo me muero como viví!”.

Siguió el delirio y la inundación de las cabezas era tal, que ya había varios sin camisetas, todos sin sombrillas, empapados hasta el tuétano y con las sonrisas color del día y los cuerpos temblorosos que no titubearon para gritar nuevamente: “¡Otra, otra, otra!” Faltaba una, y todos queríamos sentirla rodar como llovizna hacia nosotros. Silvio se detuvo y explicó que tenían graves problemas técnicos. “Estos equipos tuvimos que traerlos a través de cuatro países y debemos cuidarlos, no es algo que vendan en las bodegas. Tenemos que cuidar lo poquito que tenemos, ¿verdad Presidente?” –dijo hablando de pie. “Cantamos una más y nos vamos” –gritería total–, dijo a la par que se sentaba. Entonces fue Ojalá.

“Ojalá que la aurora

no de gritos que caigan en mi espalda

ojalá que tu nombre

se le olvide a esta voz

ojalá las paredes

no retengan tu ruido

de camino cansado

ojalá que el deseo se vaya tras de ti

a tu viejo gobierno de difuntos y flores

ojalá se te acabe la mirada constante

la palabra precisa, la sonrisa perfecta”.

Dan deseos de enamorarse después de esa noche. El agua corría limpiándolo todo, la mezcla necesaria de sentimientos y recuerdos: de la revolución a los motivos terrenales que le secuestran el sueño a uno, del amor fallido al amigo ausente, de pensar en ti a querer incendiar el mundo con un chispazo de pasiones, y más; todo porque Silvio tiene en su guitárrica poética –como me dijo Amaya alguna vez– el poder de todas las evocaciones, el poder de elevarnos por encima de nosotros mismos. Cuando acabó, escampó brutalmente, de un tajo, e hizo que sospechara que la razón de la lluvia era la evocación misteriosa de la música espiritual y conectada en hilos con la naturaleza misma.

Llegué tarde y era mi primer concierto de Silvio. Al final, en la paz mojada del fin de la tormenta, entendí por qué aún permanecemos bajo las lluvias de lo imposible; comprendí el calor del bien del que hablaba Martí y vi, impávido, la luz cautiva en las gotas finales que corrían por la fachada de la Casa, bañándola, regenerándola, y haciéndola sentir desde ese día con más razones para seguir creando.