Silvio, el combatiente



Entrevistó: Coronel Nelson Domínguez Morera (Noel), publicado en el número 656 de la revista La Jiribilla, Cuba.
de Diciembre del 2013

Conocemos que se inicia activamente en la Revolución en 1959, solo con 13 años, en la Juventud Socialista de San Antonio de los Baños y después en 1960 integra las filas de la AJR y alfabetiza en 1961 en Cienfuegos y la Ciénaga de Zapata. ¿Pudiera ampliarnos más sobre estos inicios suyos en la Revolución?

Yo tenía un tío panadero, Roberto Domínguez, que fue militante comunista desde la época de Mella. Sus hijos, o sea mis primos hermanos, eran de la Juventud Socialista y en 1959 o 1960 me dieron una planilla de esa organización para que yo la llenara y perteneciera. Como yo vivía en La Habana, fui con mi planilla primero a San José y Gervasio, donde en los altos de la carnicería había una oficina del Partido Socialista Popular. La persona que me atendió me mandó para otra oficina que quedaba en Carlos III, donde me dijeron que la Juventud se estaba reorganizando, que esperara un poco. Se estaba gestando entonces la Asociación de Jóvenes Rebeldes.

Mientras aquello se definía, entré en las milicias estudiantiles en mi secundaria de J y 17, donde también me inscribí en las brigadas Conrado Benítez. Así me volví parte de aquel ejército de 100 mil alfabetizadores que fuimos adiestrados, vestidos y destinados en la fabulosa playa de Varadero. Primera vez que vi aquella playa y primera vez que vi a Fidel en vivo, haciéndonos el discurso de despedida. Al día siguiente partimos hacia los lugares que habíamos escogido para alfabetizar. Yo había dicho que quería ir al Escambray, por ser una sierra parecida a la Maestra pero no tan lejana, lo que me hacía suponer que facilitaría las visitas a mis padres. Yo tenía 14 años y nunca me había separado de mi familia.

Cuando llegamos a Cienfuegos, me mandaron para un lugar llamado Sierra Gavilán, pero nos detuvieron en Manicaragua, porque toda aquella zona era de operaciones. Por entonces en el Escambray se libraba la “lucha contra bandidos”, o sea las operaciones de la milicia y las FAR contra las bandas contrarrevolucionarias, armadas por la CIA. Luego de dos o tres días de incertidumbre, nos mandaron para la playa Rancho Luna, donde estaba acampado el batallón 339 de Cienfuegos, la primera columna revolucionaria que hizo contacto con los invasores de Playa Girón. Esta tropa, formada por campesinos y obreros agrícolas, fue víctima de una emboscada y sufrió más de 40 bajas. Casi todos habían perdido familiares y se les notaba la tristeza. Nuestro grupo era de unos 20 alfabetizadores, o sea que nos tocaban dos o tres combatientes a cada uno. Dábamos las clases en hogueras, de noche, porque con el sol la tropa daba preparación combativa.

Durante el día los alfabetizadores dedicábamos una media hora a preparar la clase nocturna y el resto del tiempo andábamos como salvajes, nadando en el mar, cazando iguanas por el dienteperro y haciendo exploraciones por territorios cada vez más alejados.

De pronto movilizaron el batallón y dispersaron nuestro grupo. A mí me trasladaron a una casa de carboneros, en la parte oriental de la Ciénaga de Zapata, a mitad de camino entre el Castillo de Jagua y Juraguá.

Aquello no lucía como hoy, limpio y con carreteras. A un paso del Castillo de Jagua empezaban el monte, la ciénaga, los mosquitos y los cangrejos rojos. Después de kilómetros de todo eso quedaba el bohío, donde vivía un matrimonio con cinco o seis hijos, esperando uno más que no demoró en nacer. La única luz que teníamos era mi farol de alfabetizador, así que mientras nacía la criatura me tocó sostener el farol firmemente, para que la partera asistiera el alumbramiento.

En el tiempo que estuve allí, lo único que comí fue arroz humedecido con manteca de puerco, a veces acompañado de un par de viandas que sacaban de un huerto que no alcanzaba ni para la familia. Por el día trataba de ayudarles en la tarea de construir hornos de carbón, para lo que había que caminar varios kilómetros, hasta un claro lo suficientemente seco como para que la humedad no los sofocara. Un día, el hijo mayor y yo, caminamos muy lejos y regresamos de madrugada, con dos sacos repletos de mangos. Estuve años sin comer mangos, después de aquellos días.

Más o menos al mes de llegar, tuve que ser trasladado de urgencia a Cienfuegos, porque me eché leche de guao en un brazo y se me pudrió por completo. La quemadura, a los pocos días, se me había extendido por casi todo el cuerpo, sobre todo a la cara. Me ingresaron en el antiguo edificio de los Hermanos Maristas de Cienfuegos, yo tan desfigurado que cuando mi padre vino a recogerme, no me reconoció.

La única vez que milité en mi vida fue un año después, cuando aprendía a dibujar en el semanario Mella. Fue por poco tiempo. A la semana de tener carné, me fui con Guillermo Rosales en uno de los barquitos palangreros que salían de Cojímar. Nos habíamos puesto de acuerdo para que yo hiciera el reportaje y él lo presentara como propio. La idea era que, cuando lo aprobaran, él confesara que era mío, con lo que quedaría demostrada mi vocación periodística. Pero sucedió que estuvimos como cuarenta y ocho horas en alta mar y yo pesqué una insolación gravísima. Cuando regresábamos a la costa, fuimos tomados por piratas y agujerearon nuestro bote a tiros. Pronto llegó una lancha de milicianos que nos encañonó y trasladó a tierra, mientras yo deliraba de fiebre. Al amanecer del día siguiente, se aclaró todo. Los compañeros de Mella nos sacaron del calabozo.

Estuve más de una semana en cama, curándome la insolación con unos espray americanos que había en todas las farmacias, gracias al canje de mercenarios por compotas y medicinas. Aún lleno de ampollas llegué al Mella, creyéndome un héroe, una especie de sobreviviente. Pero los compañeros, en vez de vitorearme, propusieron que me fuera un mes para una granja, como castigo por haberme ido de aventuras sin permiso. Allí mismo, con 15 años, entregué mi carné de joven comunista, hasta el día de hoy.

Cuando en marzo de 1964 respondió el primer llamado del SMO, se generó confusión, intencionada o no, sobre esa su primera misión en las FAR. La inició a los 16 años y concluyó el 12 de junio de 1967. Su observancia lo obligó a dejar el piano y coger la guitarra para debutar, con aquella denominada ¿Por qué? en las canciones de contenido social. Hay quien le atribuye su cumplimiento dentro de las controvertidas, “UMAP” (Unidades Militares de Ayuda a la Producción). ¿Qué es lo realmente cierto?

En todos los ejércitos del mundo se le llama recluta al que recién integra filas. Después del curso de instrucción inicial, el recluta se convierte en soldado. En Cuba, los primeros llamados del Servicio Militar Obligatorio (después Servicio Militar Activo) fueron diferentes. Los que integramos aquellas promociones fuimos llamados y tratados como reclutas hasta el día en que nos desmovilizamos, tres años después. Ser recluta era una condición inferior a la de soldado. La tercera sigla de la ley que nos hacía combatientes –la O de Obligatorio― nos marcaba con un signo de inferioridad. Lo de ser menos que un soldado lo sentíamos hasta cuando estábamos en la calle, porque también era obligatorio llevar una franjita de tela azul en la manga, como identificación. A nuestro paso, escuchábamos murmurar: “Ahí va un hombre de 7 pesos”, que era el estipendio que nos daban.

Antes del primer llamado al SMO, hubo otro, de jóvenes escogidos para las tropas coheteriles y el Ministerio del Interior, que integraron las Fuerzas Armadas no con el grado de recluta sino como soldados “normales”. Aquel no fue mi caso. Yo entré al Servicio Militar Obligatorio durante su primer llamado oficial, en abril de 1964. Tenía 17 años cumplidos, el límite más bajo que marcaba la ley. Nos citaron en un estadio que llamaban el Pontón, frente al parque de la antigua Escuela Normal, en El Cerro, y nos llevaron en camiones hasta Colinas de Villarreal, el centro de reclutamiento.

Según certificaron los doctores de la junta que nos revisó (consta en la tarjeta médica que aún conservo), el examen físico me declaraba inepto para tropas. Aún así, me asignaron a una unidad de paracaidismo. Yo ni siquiera había montado en avión, así que me presenté ante un oficial y le expresé que suponía que para semejante especialidad había que estar de acuerdo y que, en consecuencia, jamás esperaran a que me lanzara en paracaídas. Fue la primera vez, de muchas, que escuché decir con voz levemente alterada que el ejército no era una democracia y que las órdenes se daban para ser cumplidas. Supongo que por obra y gracia de mi Ángel de la Guarda revocaron aquella decisión y me asignaron a una unidad de Retaguardia.

Llamaban “la previa” a tres meses de entrenamiento como soldado de infantería, que los aciagos reclutas como yo debían pasar. A nuestro grupo le tocó hacerla en la unidad 3234, ubicada en un bosque cercano a Artemisa. Según se decía, la unidad había sido originalmente de aquellos cohetes de la “Crisis de Octubre”. Las áreas de fumar eran construcciones circulares, rodeadas de metros de arena esparcida, para que ninguna chispa volara hasta el combustible de altísimo octanaje. Claro, cuando nosotros llegamos no había combustible y muchísimo menos cohetes. Sólo una unidad construida con el rigor ejemplar de nuestros hermanos soviéticos. En aquellos áridos terraplenes, bajo el sol inclemente, aprendí las reglas que rigen la vida militar, las jerarquías, los saludos, etc. y durante más de 120 jornadas marché y corrí, lo mismo vestido hasta el cuello que en calzoncillos, a veces con la mochila llena de seborucos.

Las primeras veces que me senté a comer, no alcancé a ingerir ni la mitad del alimento. Cada compañía podía ocupar el recinto del comedor durante cinco estrictos minutos. A la semana, por supuesto, me sobraban dos. Como nadie me ordenaba bañarme, prefería dormir, lo que me trajo broncas con mis vecinos de cama, sobre todo cuando me sacaba las botas.

Llegué al ejército convencido de que estábamos cumpliendo con un deber patriótico y en los primeros días vi mal que los reclutas se fugaran al pueblo y mintieran para no asistir a clases o a los círculos políticos. Con un patriotismo idílico y sin la más mínima picardía callejera, asumí una actitud de afinidad con los sargentos. Aquello me ganó el repudio inmediato de mis compañeros… y de los sargentos. Por eso cuando “la previa” terminó, ya era un “soldado ejemplar”: ostentaba el récord de fugas de toda la unidad y era el que más “embarajaba” a la hora de la instrucción militar ―aunque seguí asistiendo a las clases políticas, porque la Historia es una asignatura que siempre me ha gustado.

Sobre los tres años y tres meses que pasé en las FAR, pudiera escribir un libro más ridículo que épico. Plagiando a Raúl Roa García, se pudiera llamar “Aventuras, venturas y desventuras de un recluta”. En infinidad de ocasiones estuve a punto de ser remitido a los tribunales militares. Algunas de mis “hazañas” fueron usar como diana la sinfonía Manfredo, de Tchaikovsky; defender en una corte a un recluta que se hacía pasar por gay, para que le dieran de baja; bañarme en la piscina del Estado mayor de mi unidad; invitar a fajarse a un teniente por discrepancias literarias; decir que no entendía el internacionalismo cuando me preguntaron mi disposición… y muchísimos otros etcéteras. No sé si alguien habrá superado mi proeza de estar medio mes fugado, sin que los superiores se dieran cuenta. Lo logré, porque durante un tiempo serví en dos unidades y acostumbré a ambos mandos a pensar que estaba en el otro. El día que regresaba me iba despidiendo de todo, seguro de que iba directo al calabozo. Pero nadie notó mi ausencia durante dos semanas y, para colmo, cuando llegué me dieron el fin de semana de pase.

Esto revela lo “imprescindible” que era aquel mísero recluta.

Fueron los tiempos en que empecé a escribir canciones. Tenía que usar las noches porque de día no me podían ver con la guitarra. Me salieron ojeras de las madrugadas que pasaba en un bosque alejado, donde podía tocar a gusto. A veces el amanecer me sorprendía allí, rendido junto a un árbol, abrazado a mi lira de 60 pesos. Así adquirí un sueño crónico que me hacía fallar en las clases de telegrafía y que me ganó la justa fama de estar siempre “en Babia”. Otros reclutas, como yo, fueron mi primer auditorio. Y mis primeras presentaciones las hice en los Festivales de Aficionados de las FAR, donde jamás obtuve un premio.

Durante mi estancia en el ejército, varios jefes expresaron sus profundos deseos de enviarme por una temporada a las UMAP. Por entonces era la advertencia más amenazante. Gracias a mi suerte prodigiosa y al teniente Oscar Azúa, no lo hicieron. Azúa fue la versión militar de mi Ángel Guardián. Cuando me faltaba un año de servicio, él me recomendó a la revista Verde Olivo, o sea en la ciudad y con mejores perspectivas. Aún allí, por la ley de entonces, sólo me daban pases los fines de semana.

El trato discriminatorio y la encerradera me hicieron odiosa la vida militar. Pero recuerdo que el lunes 12 de junio de 1967, cuando me llamaron a Personal para entregar mis pertenencias y firmar mi desmovilización, se me hizo un nudo en la garganta. Al día siguiente, martes 13, debuté en el programa de televisión Música y Estrellas.

Ud. escribió desde 1968 temas sobre la lucha infatigable del heroico pueblo vietnamita, (…tres mil pájaros negros, dejaron de volar, tres mil descansen, nunca en paz…) hasta en 1974 (…madre en tu día, tus muchachos barren minas en Haiphong…) ¿Qué representó para Ud. la lucha del pueblo vietnamita?

Vietnam fue una guerra, pero también un paisaje de la humanidad. Por eso llegó a convertirse en símbolo. Lo que se veía era una acumulación monstruosa de ingenio tecnológico, descargada contra la dignidad humana. Con Vietnam aprendimos la relatividad de lo frágil. Hubo fotos que resumieron todo, como aquella del invasor inmenso, sometido por la pequeña combatiente.

Vietnam fue un chorro de verdad, una definición. Recuerdo que uno de los primeros programas de TV Mientras Tanto lo dedicamos a su gente. Yo había invitado a Pablo Milanés, que tenía una canción sobre Vietnam que me gustaba mucho, aquella que decía “yo vi la sangre de un niño brotar”. Lo anuncié la semana anterior y, cuando llegó el día, el ICR no nos dejó. Por eso dije en cámara que nuestro invitado no había ido por razones ajenas a nuestra voluntad. Por aquellos tiempos también escribí y canté un par de canciones en una obra de teatro universitario, llamada Vietnam por ejemplo, escrita por Víctor Cassaus. Nicola estaba componiendo Por la vida, Martín Rojas Cuento para un niño, y yo Bajo el arco del sol y El rey de las flores. Los poetas hacían poemas al pueblo vietnamita. La danza imitaba el dolor de Indochina. El cine… Santiago Álvarez fue el gran cantor de Vietnam, si es que hubo uno entre cubanos. Y aquellas, sus obras de defensa, resultaron ser obras maestras.

Vietnam fue el espíritu de una época, parte esencial de la identidad de los que vivimos los años 60. Luego el Che recomendó a la Tricontinental: “Crear dos, tres, muchos Vietnam…”. Y espíritus mayores, como Leo Brouwer y Luigi Nono, hicieron arte de sus palabras.

Angola, 1976, primera misión internacionalista de muchos meses. Profunda amistad con Arides Estévez (Comandante de la CIM, Contra Inteligencia Militar) quien cayó en combate (…si caigo en el camino, hagan cantar mi fusil, porque él no debe morir…). Hubo otros jefes cubanos que allí mismo en ese escenario, le exigían que sólo se dedicara a tocar la guitarra y Ud. se molestó, y lo incumplió. Háblenos de Arides, ¿cómo surgió esa amistad y qué le dijo a sus hijos, años después en Cuba, cuando el General de División de la CIM, Félix Baranda Columbié, le facilitó un encuentro con ellos y usted se negó tozudamente a llevar la guitarra?

Conocí a Arides Estévez en el pueblito costero de Landana, en Cabinda, en 1976. Cabinda era una provincia donde había muchas emboscadas. Nadie sabía qué arma iba a tener que usar en cualquier momento. Por eso coincidimos en una práctica combativa múltiple que se hizo un 8 de marzo, en la que se tiraba con pistolas, fusiles, RPG-7, granadas ofensivas y defensivas, y por último había que conducir un enorme camión soviético, Gaz-66, de muy especial manejo por la ubicación de la palanca de cambios y los puntos de las velocidades.

Arides era muy hábil disparando con la Makarov de 20 tiros, el arma corta que siempre llevaba. Él se ofreció a instruirme en su uso, diciéndome que dominarla no era tan difícil como parecía.

Yo había intentado tirar con esa pistola, pero en ráfaga no pude hacer ni un solo blanco. Sin embargo él los abatía con una destreza asombrosa. Al ver mi frustración me prometió ayuda, para darme ánimos.

No tuve tiempo de continuar con sus lecciones, porque estuvimos allí sólo una semana y luego seguimos rumbo a otras unidades. Aproximadamente un mes después, cuando ya estábamos en otra provincia, el afable y joven Arides Estévez cayó en una mina y murió junto a otros compañeros.

Años más tarde, tuve la oportunidad de conocer a sus hijos y de hablarles de aquel breve encuentro que tuve con su padre, a quien sobre todo recuerdo como una excelente persona.

 

Fragmento del libro inédito Silvio el combatiente, del Coronel Nelson Domínguez Morera (Noel).